miércoles, 20 de marzo de 2013

Javier Garcés







Lo conocí hace muchos años cuando yo era joven e inexperta, y él era joven e imprudente. En ese entonces, según me contó alguna vez yo lo odiaba, lo odiaba a muerte e incluso habíamos tenido cierto altercado en un concierto subte local. Lo más extraño es afirmar que no recuerdo nada y que me gustaría tal vez recordar todo con precisión y, por qué no, construirme un enemigo eterno, pero bueno, siempre he tenido muy mala memoria. Eso sí, recuerdo haberlo visto muchas veces fumando, tan guapo y tan descriptivamente libre. Pasaron los años y una noche alguien nos presentó, y el resto creo que estaría de más contarlo, verdad? Nos vimos algunas veces, vimos algunas películas y conversamos de varias cosas, conversaciones superfluas, nada en especial. Un día tomamos un vino en su casa y nos besamos. Luego me fui y no lo ví por un largo tiempo.
Pasaron los años y yo comencé mi adicción al trabajo. Trabajaba 12 horas seguidas, 18 horas seguidas, 6 horas y también estudiaba y leía, pero no escribía. Me había vuelto un tubérculo. 
Una noche, en un mes cuyo número de días era par y yo vivía los estragos de ser víctima del estrés y el bullying social, recibí un mensaje de texto. Era Javier invitándome a tomar un trago con otras personas más mientras veían un concierto de Fito Paez. Ese día había despertado decidida a embriagarme sin razón aparente, por eso el mensaje me llegó mientras tomaba ron con una amiga en un bar del centro de la ciudad. Tenía ganas de verlo, hace mucho no sabía nada de él y supuse que estaría igual que siempre y hablaría de las mismas cosas de siempre. Convencí entonces a mi amiga y fuimos a la dirección que Javier me envió. 
Era una casa grande y rara. Coincidimos en llegar junto con ellos, que había ido por más ron y hielo. Y allí estaba Javier, idéntico a la foto mental que me imaginaba, tal vez había engordado un poco, pero no era mucha diferencia. Con el una joven bajita y otro hombre, con barba. 
Entramos por un largo pasadizo y luego subimos unas escaleras, el ladrido de un perro nos asustó o tal vez nuestros estridentes pasos lo asustaron a él. Javier dio la vuelta y gritó al perro y yo miré sus ojos. Miraba a Javier y parecía como si en vez de su mirada en realidad  viera un campo de margarias, pero un campo de margaritas en invierno, un lugar árido y vacío que me devolvían sus ojos pequeños, y en cuya escasa profundidad trataba de sumergir el secreto del universo, o solamente una aguda borrachera. 
Nos posicionamos, todos ebrios, o creo que haberlos visto ebrios desde mi perspectiva. Cantamos una canción de Fito, una que hablaba de una joven que viajaba por el sur de Argentina y luego volvía con las maletas vacías, preguntándose qué pasó, de qué me perdí y quién se llevó eso que llevaba ahí dentro.
La gente fue yéndose poco a poco, y de pronto, sin darme cuenta, Javier y yo nos besábamos con la prontitud de un tango. Cuando reaccioné continué besándolo mientras acariciaba su enorme cabeza y él con ternura apretaba mi entrepierna. De reojo, vi la hora, eran las 6 de la mañana y mi trabajo comenzaba en una hora y media. Bajamos las escaleras, nos despedimos del perro de puntillas y en silencio y caminamos por el largo pasillo. Cuando estábamos por abrir la puerta Javier me cogió de la cintura y me acercó a él. Nos besamos entonces más profundamente y de pronto bajé la mirada y vi cómo el tomaba su pene y comenzaba a masturbarse como un desesperado, como un héroe solitario después de la destrucción del planeta Tierra. Entonces se vino en el piso de ese gran pasadizo y dejó una mancha que ambos miramos estupefactos e inmediatamente no pudimos contener la risa y salimos de alli como quien sale de un divertido show de las Vegas. Me acompañó a casa, nos dimos un beso de despedida, chau mi amor, y se fue. 
Al día siguiente supe que lo habían metido a la cárcel, pero no supe exactamente por qué, dicen que estafa, dicen que homicidio.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Gracias por comentar.