El mago de aquel bus tenía la uña del dedo meñique pintada color rosa, y merodeaba en él una tristeza inconsolable que me recordaba al primer día que fui al colegio. Para ese entonces, yo solía evitar las sonrisas y los halagos vanos por miedo al acercamiento súbito de cualquiera de las demás niñas: era inevitable sentirme parte de la grisácea nada que abrazaba el colegio por las mañanas terribles y tímidas de mayo.
Con su apariencia rechoncha y malgastada, el mago hablaba arduamente de los recuerdos en su tierra natal: apuestas ganadas, viajes por todo el mundo con el circo y uno que otro león hambriento que, sin duda, le hicieron adquirir gran fama y renombre según él decía.
"El hombre de las manos de seda, así me llaman todavía, porque como yo nadie domina la baraja, la pelota y la paloma", vociferaba con orgullo, y se asomaba a su irritado ojo derecho un susurro de nostalgia húmeda. El sabía que, a pesar de su cuerpo otra vez rechoncho y por primera vez tan cansado, podía ser, hacer y decir lo más inaudito y mágico a un radio próximo de metro y medio. Hasta aquella distancia, él era el rey.
El rey, con sus palabras y quejas existenciales fugándose por aquel huecote en el bolsillo izquierdo del pantalón, con el pulgar escondiendo los naipes del truco, con el soñar ser dios-mago en el bus al medio día.
El bus paró, y con el la gruesa y dulce vocesita adornada por el olor a ron.
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