Querido escamole:
Es una pena que no sepamos leer ni escribir, ni que nos conozcamos de hace años como mucha gente suele hacer. Me fastidia este silencio de escribirte sin saber qué es lo que piensas. Nunca lo sabré. Me fastidian los pies en esta tarde y no porque haya caminado mucho sino por el frío que se acerca sigilosamente. Me asomo a la ventana o a la puerta, y se siente bien. Salgo a la esquina con nada más que una blusa y un pantalón muy fino. Qué idiota y me siento protegida. El clima me abraza por primera vez en la vida. Me gustan los árboles naranjas de aquí afuera, me gusta la calle larga y sonrosada por el otoño. Me da risa pero no me río por el miedo al qué dirán. Me da risa y quisiera reirme con alguien al lado. Se me cae la caspa que pesa sobre mi cabeza. Miro hacia cualquier puerta y regreso sólo hacia aquella blanca que me espera hambrienta. Me guardo en mi cuarto como a un aparato electrónico.
Me encierro en la cama. No podría hablar ahora del clima porque la calefacción te mantiene en una simulación de vida perfecta. Daría cualquier cosa por comentarte esto frente a frente. Me raspa la garganta, pero no hablo.
Me gusta la palabra madreselva. Me gusta la palabra conversar. Me gusta mirar por esta ventana que no tiene mucho que enseñarme. Me gusta pensar en mil palabras raras. Cierro el libro que leo y me quedo dormida, muy triste. A veces pienso que si me gustara mirar televisión la vida sería mucho más fácil.
Te sigo escribiendo y me sigo sintiendo como una lata vacía. Me haría feliz saber leer y escribir a tu lado. Romper hielos con la mano, y cantar una y otra vez canciones sin sentido. Aquí casi no hay ruido y tú nunca lo sabrás. Ni siquiera en mi cabeza hay ruido. Ni moscas, ni alacranes, ni buscador del google, ni mentes brillantes.
Ravioli.